Los intensos rayos del sol se reflejaban en el techo de lámina de la escuela primaria, produciendo un calor intenso que rebotaba en los cuerpos humedecidos de sudor. El aire denso de la sierra dificultaba la respiración. En ese momento, ni las sombras de los grandes árboles de aguacate habían podido mitigar la temperatura. El hedor a ganado y estiércol contrastaba con la aparente modernidad de los aparatos que recién había instalado al pie de la antena.
- Este es un localizador de satélite. Con este vamos a encontrar el satélite que buscamos.
Un grupo de unos cinco niños se había subido a la azotea y lo rodeaban llenos de preguntas y curiosidades que demandaban respuestas.
- ¿Y para qué sirve eso? ¿Verdad que se puede ver el satélite? ¿El satélite está allá arriba?
- Esta antena recibe la señal del satélite, rebota aquí en el plato y entra por este aparatito, que la convierte en una señal que entra a la computadora. Es como si fuera una pelota. Aventamos la pelota desde un punto de la tierra, rebota en el satélite y cae aquí en la antena, entonces rebota otra vez y entra en la computadora, en donde la podemos ver nosotros.
- Oiga... ¿y nos pueden ver a nosotros desde el satélite?
- Pues... sí... sí es posible.
- ¿Y qué es lo que va a hacer usted?
- Voy a reapuntar la antena para que se pueda enlazar con otro satélite. Entonces, primero tenemos que encontrar las coordenadas de ese nuevo satélite.
Las miradas curiosas de los niños no dejaban de acompañar cada uno de los movimientos que hacía, para los cuales tenía que preparar una breve explicación que fuera aceptable en su manera muy particular de ver y entender el mundo. Cuando quizás a otros les hubiera parecido molesta o incluso estorbosa la presencia de los niños, al ingeniero le había logrado sacar de la monotonía de su constante y repetitivo quehacer. En un día normal de trabajo visitaba tres o cuatro escuelas y en cada una de ellas repetía con desesperante exactitud la misma operación: desmontar el modem satelital, conectarlo al receptor y al transmisor, conectar el localizador, la computadora, modificar los grados de elevación, acimut y polarización, enviar una señal portadora al satélite, bajar y volver a conectar el aparato al sistema de computo, etc. La presencia de los niños agregaba una minúscula pero altamente deseable variación a esa rutina. En esos momentos se divertía enseñando a los niños cada una de las herramientas y sus funciones. Con esto había logrado captar la plena atención y asombro de los muchachos.
- Oiga... ¿verdad que para esto tiene usted que estudiar mucho?
- Sí, así es. Por eso ustedes tienen que echarle ganas en la escuela para que sepan mucho cuando sean grandes. ¿En qué año van?
- En quinto
En quinto año... Él recordaba cuando iba en quinto año. Eran tiempos ya lejanos pero que todavía podía sentir muy claramente. Era un tiempo en el que cualquier fenómeno era admirable, cualquier situación era motivo de juego, de diversión. Era un tiempo lleno de vida. Quizá fue por estos pensamientos que le impactaron más las palabras de dos de los pequeños del grupo cuando comentaron a propósito de su trabajo:
- Yo quiero hacer eso cuando sea grande...
- Eso... si llegas a grande.
¿Si llegas a grande? ¿Qué quiso decir con esto? ¿Por qué no habría de llegar a grande? ¿Y por qué razón un niño de unos nueve o diez años podría cuestionarse la posibilidad de “llegar a grande”? Desde que él tenía memoria, los niños siempre habían basado su pensamiento en la certeza de llegar a ser grande: “cuando yo sea grande voy a ser doctor” “cuando sea grande voy a ir al espacio” “cuando sea grande voy a ser músico” etc... En el imaginario infantil, ser grande es una premisa, no una cuestión de incertidumbre. Creía estar seguro al decir que no era normal que un niño dijera “si soy grande voy a ser doctor” o “si soy grande voy a ir al espacio”. La primera parte no se cuestiona... Entonces... ¿por qué acababa de escuchar a ese niño decir en forma de cuestión: “si llegas a grande”?
Quizá no se había percatado, pero la supuesta normalidad que había tomado por verdadera estaba o había ya cambiado en algún momento sin que él hubiera tomado conciencia de ello. Ahora, los niños ya no podían estar seguros de llegar a ser grandes. Ahora la niñez tenía que convivir cotidianamente con un vacío de futuro, con una incertidumbre que no podía asegurarles nada más que su existencia inmediata en el presente infantil. Comenzó entonces a buscar explicaciones para esta posibilidad... y al cabo de un rato, no le fue difícil encontrar qué era aquello que había robado la certeza del futuro a los más inocentes de nuestra sociedad, los niños.
De hecho, al pensar en este asunto, le dio vergüenza no haberse percatado de ello antes, y es que cómo no iba a ser obvio que este mundo cada vez más salvaje haya llegado ya a robarse la niñez.
Este grupo de niños de primaria vivían en una región dominada por diferentes grupos de poder que al pugnar por sus intereses habían convertido toda esta región en un sitio lleno de violencia en donde nadie podía protegerse de la descomposición profunda que resultaba en consecuencia de ello. Los padres o hermanos de esos niños quizá serían parte de algún cártel de la droga, o quizá serían matones del gobierno, o de algún cacique del lugar. Para estos niños era más común de lo que él hubiera imaginado hacer comentarios sobre muertos y asesinatos, o sobre armas de fuego y “trocas” como la que ellos se imaginaban que él llevaba. También pudo observar que la mayoría de los familiares de estos niños estaban o habían estado en los Estados Unidos, por lo que ellos conocían muy bien las historias dramáticas de los migrantes asesinados en las fronteras, o violados, o vejados por las mafias que los extorsionan en su paso al norte. Toda esta era una realidad para este grupo de niños. Se sintió ridículo por no haber sabido desde antes que esos niños, a pesar de su corta edad, habían dejado de ser niños desde hacía mucho tiempo. ¿Y cómo podían seguir siendo niños en este mundo de violencia, de explotación y de opresión, de historias de tragedias llenas de coraje e impunidad?
Unos días antes, él mismo había sido testigo de este mundo que ahora le resultaba tan extraño al verlo confrontado con la desaparecida inocencia de los niños. Dos días antes, regresando de una gasolinera y ya con destino al hotel en donde se hospedaba, un coche de lujo, deportivo, golpeó la camioneta en la que viajaba. Al sentir el golpe en la parte trasera del vehículo, se detuvo para revisar qué era lo que había pasado. Bajó del coche y enseguida observó cómo del carro que lo había golpeado descendieron dos hombres en estado de ebriedad que lo comenzaron a amenazar con palabras altisonantes y gritos ofensivos. Cuando intentó dialogar con ellos sobre el golpe, comenzaron a decirle que él había tenido la culpa. Uno de ellos le arrebató las llaves del vehículo y le dijo en tono sarcástico:
- Págame el daño porque si no te puede ir mal.
- Te estás exponiendo a un levantón. Para ti es mejor que pagues y te vayas... y hagas de cuenta que no pasó nada.
- ¿Qué no sabes que pueden empezar a caer granadas por ahí?
La mujer que los acompañaba descendió también del carro y se le acercó diciendo en tono amenazante:
- Mira, no sabes quiénes son ellos. A mí me consta quiénes son y te puede ir muy mal. Mejor págales y no los hagas enojar.
Cuando los hombres sacaron sus celulares para llamar a los agentes de tránsito, pensó que sería lo mejor. Cuando estuvieran ahí los oficiales, entonces sería muy fácil reconstruir los hechos, pues el golpe había sido por la parte trasera y los dos individuos venían alcoholizados.
Sin embargo, la realidad fue distinta. En unos cuantos minutos llegaron al lugar, una patrulla de transito y dos de la policía municipal. Estos últimos venían fuertemente armados, con rifles de alto poder, y con una actitud algo pedante. Lo primero que hicieron los agentes fue acercarse a saludar a los tripulantes del vehículo en tono familiar y muy casual. Uno de ellos se acercó a preguntarle cómo había sido el impacto. Después de haberle relatado el hecho y hacerle la observación –por demás redundante– de que los individuos venían afectados por el alcohol, el agente le dijo que si quería que todo saliera bien él tendría que echarse la culpa del golpe para que la aseguradora pagara el daño y los individuos no se molestaran.
Sin embargo, la realidad fue distinta. En unos cuantos minutos llegaron al lugar, una patrulla de transito y dos de la policía municipal. Estos últimos venían fuertemente armados, con rifles de alto poder, y con una actitud algo pedante. Lo primero que hicieron los agentes fue acercarse a saludar a los tripulantes del vehículo en tono familiar y muy casual. Uno de ellos se acercó a preguntarle cómo había sido el impacto. Después de haberle relatado el hecho y hacerle la observación –por demás redundante– de que los individuos venían afectados por el alcohol, el agente le dijo que si quería que todo saliera bien él tendría que echarse la culpa del golpe para que la aseguradora pagara el daño y los individuos no se molestaran.
Después de casi una hora de estar en el lugar, se resolvió, ¡¡al parecer para su beneficio!! que él habría tenido la culpa, que su aseguradora pagaría el daño, que él lo aceptaría por “voluntad propia” y que además le daría una “mordida” al agente de policía para que se diera por finiquitado el asunto. En un momento un poco extraño, el ajustador de la compañía de seguros se acercó a él para decirle que parecía ser que estos individuos eran parte de un grupo de sicarios de alguna mafia local y que tenían fuertes vínculos con las autoridades locales.
Después de este pequeño desencuentro con esos grupos del poder fáctico y de haberse inaugurado en el arte de la prestidigitación al cambiar completamente la realidad en menos de una hora, no le quedó más que moverse a otro lugar para evitar posibles daños posteriores, según las recomendaciones de algunos.
Este era el mundo verdadero, el mundo que estaba pisando, el mundo que a él también le estaba robando su inocencia... inocencia de pensar que todavía existía la inocencia.
No era difícil darse cuenta de por qué los niños habían dejado de creer en su futuro.
Recordó también que en esa misma semana había visitado una comunidad en donde pudo observar más de cerca la realidad de los campesinos de la región...
No era difícil darse cuenta de por qué los niños habían dejado de creer en su futuro.
Recordó también que en esa misma semana había visitado una comunidad en donde pudo observar más de cerca la realidad de los campesinos de la región...
Heriberto se llamaba el indígena purhépecha que trabajaba en esas tierras. Él se encargaba de regar los cultivos. Llevaba ya cerca de diez años que había salido de su tierra para llegar a trabajar a este lugar. En esos diez años, nunca había visto de cerca a su patrón. Don Joaquín Barragán, el dueño de esas tierras, era propietario de cientos de hectáreas en donde producía aguacates que después empaquetaba para su exportación. Este señor, sumamente poderoso y adinerado, encargaba el cuidado de sus tierras a indígenas que vivían ahí mismo en esas tierras, y les pagaba una cantidad semanal. Tenía también personas encargadas de proteger el lugar, y que custodiaban celosamente a todo aquél que entrara y saliera de ahí.
Al ingeniero le había sorprendido mucho el haber llegado hasta allá. Según su lista de escuelas, había una en esas tierras y tendría que pasar por ese terreno para llegar a la primaria. Después de un largo camino sinuoso, llegó a una pequeña casita en donde jugaban unos niños. Éstos se ofrecieron a acompañarlo a la escuela a pie, pues el carro ya no podría pasar. Julián iba en sexto grado. O quizá sería más adecuado decir que tendría que ir en sexto grado, pues en la plática, había conocido que ya llevaba más de un año sin ver a un maestro en ese lugar.
- La escuela está por acá, pero tampoco hay luz
- Si no hay luz, entonces tu maestro no utiliza la computadora en las clases
- No... si ya tiene mucho tiempo que no llega el maestro.
- ¿Cómo que no llega maestro? ¿Entonces quién les da clases?
- Pues nosotros acá no hemos ido a la escuela porque no hay maestro
Cuando llegaron a la escuela, salió a recibirlos un campesino que vivía ahí y que estaba encargado de la pequeña escuela, que consistía en un cuartito cerrado. Esta persona pudo confirmar que no había energía eléctrica y además agregó que no tenían agua.
- Ya hemos ido al ayuntamiento allá a San Juan a reportar lo del agua y la luz, pero no nos mandan a nadie.
- ¿Entonces no está funcionando esta escuela?
- Pues aquí no nos han mandado maestro desde hace mucho tiempo.
- ¿Me permite las llaves de la escuela para que pueda revisar el sistema de cómputo?
- No, si yo no tengo las llaves. El último maestro se las llevó y pues, aquí no podemos entrar en la escuela. Para nosotros no está bien porque los niños tienen que aprender. Ya ve que pues uno no sabe ni escribir, pues, por eso queremos que los niños aprendan bien, pero pues no tenemos nadie que les enseñe aquí.
¿Niños sin maestros? ¿Escuelas sin llaves...? ¡¡Y con una computadora y una antena satelital!! ...que no sirven para nada. Bueno, que sirvieron para la campaña presidencial de la anterior administración. Una y otra vez, chocaba con la realidad que lo acechaba tenazmente. Esos niños estaban totalmente abandonados. Para el gobierno, ellos no importaban. No existían. Su destino era seguir siendo iletrados y si lograban crecer, entonces, seguir siendo los trabajadores del gran señor aguacatero. Esa era la realidad. Y no era una sola. Después de esa comunidad, encontró otra escuela en donde no había llegado el maestro desde hacia dos meses. En otra ya llevaban tres semanas y no sabían por qué no llegaba el maestro. Otra escuela ya servía como bodega. Y lo irónico era que en todas había una computadora enlazada (o supuestamente) enlazada via satélite, que no servía para absolutamente nada. Un monumento a la modernidad que se erigía burlón frente a la miseria de las comunidades. Que señalaba a los niños y les recordaba de un futuro que nunca iba a ser de ellos.
Finalmente, podía comprender que no era extraño que en las conciencias de esos niños, ya no existiera la certeza de crecer. Abandonados por el sistema, sin derecho a ser niños, sin derecho a la inocencia o a la educación, atrapados en un mundo de violencia, en un mundo de eterna explotación, de vivir para producir la riqueza de los ricos y para vivir en la miseria de los miserables, sin justicia que sea ajena a la injusticia, con gobiernos que gobiernan para los poderosos y para los narcotraficantes... qué futuro podían esperar. Después de haber ido recorriendo cada una de esas comunidades podía ya entender cabalmente esa frase que había dicho tan naturalmente aquel niño: “eso si llegas a grande.” Avergonzado y sin poder decir nada más, sintiendo la tan humillante vergüenza de él sí haber podido llegar a grande... no supo más qué contestar y tan sólo alcanzó a decir con ellos.
- Sí... sí llegas a grande.
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