A dos años del gobierno impostor de Felipe Calderón, seguimos escuchando a todas las voces oficiales pregonando la famosa lucha contra la delincuencia organizada, la guerra contra el narcotráfico. Todos los aparatos ideológicos de Estado están siendo movilizados para convencernos de que la sociedad mexicana está siendo amenazada por el crimen organizado, y que vivimos en una eterna inseguridad, cuya única solución es la intervención del Estado que lucha por todos los medios en contra de esos grupos mafiosos que hoy nos acosan. Mano dura, nos dicen, penas de muerte para los secuestradores, un cuerpo de policía único, intervención del Ejército en la lucha contra la delincuencia, en fin, todo el poder al Estado para que acabe con la inseguridad.
Dejando a un lado la ya tan probada relación inversa entre represión y seguridad, toda esta campaña mediática oculta un hecho fundamental para confundir al pueblo. Nos presenta una visión de sociedad, en la que el Estado es una entidad ajena a un conflicto entre sociedad y crimen organizado, algo así como un arbitro que tiene como objetivo garantizar la seguridad de la sociedad, y por lo mismo combatir a los grupos criminales. Esta imagen oculta el hecho real de que hoy por hoy el Estado es uno y lo mismo con el crimen organizado. Es decir, quienes tienen el poder de Estado son un grupo de mafiosos que han logrado penetrar todas las dimensiones del aparato de Estado. Sabemos que todo Estado es un Estado de clase, un aparato utilizado por una clase para defender sus intereses. Sin embargo, hoy, el Estado mexicano ha pasado de ser simplemente un Estado de clase a ser un Estado de clase controlado por una mafia, es decir un Estado mafioso, un Estado criminal, un aparato utilizado por la mafia para proteger sus intereses.
Evidentemente la mafia, así como el Estado, no está unificada, sino que permanece fragmentada. Existen diferentes grupos y cárteles que se disputan zonas de influencia, rutas y mercados para la producción de enervantes. Estos diferentes cárteles ya no sólo son protegidos y favorecidos por las diferentes estructuras de Estado, sino que ahora son parte de estas estructuras, lo que ha llevado a que el Estado mismo se convierta en objeto y lugar de la confrontación entre los diferentes cárteles. Las detenciones espectaculares de capos y sicarios del narcotráfico no son más que ajustes de cuentas entre estos diferentes intereses, los cuales han ventilado la colusión entre los más altos funcionarios (como el caso de Genaro García Luna, secretario de seguridad pública, Noe Ramírez Mandujano, extitular de la SIEDO, Fernando Rivera Hernández, director general adjunto de inteligencia de la SIEDO, entre muchos otros) y los cárteles de la droga.
Sin embargo, ya no es sólo el Estado el que está sirviendo al narcotráfico, pues esto supone una diferenciación entre ellos. Por el contrario, como se trata de un Estado mafioso, el funcionamiento es doble. El Estado funciona como mafia y la mafia funciona como Estado. Hoy, los grupos de sicarios del narco, bajo la protección del Ejército Mexicano, están cumpliendo funciones paramilitares contrainsurgentes. Son enviados por los grupos de poder a combatir a los sectores organizados del pueblo. La paramilitarización del narcotráfico es un fenómeno reciente que pone en evidencia la funcionalidad del narcotráfico para el Estado. Hoy es común también que las campañas electorales sean financiadas por el narcotráfico, y no sólo eso, sino que los candidatos mismos son puestos por los diferentes cárteles.
Es claro entonces que la famosa guerra contra el narcotráfico no tiene como objetivo el combatir al narco, sino recomponer las relaciones de fuerza entre los diferentes grupos de la mafia. Ahora bien, esta guerra ha traído como consecuencia la deshumanización de la sociedad, así como la normalización de la violencia. Hoy se pretende justificar y normalizar actos de barbarie como lo es la tortura, el asesinato político, la desaparición forzada, así como la detención ilegal (el arraigo) con el pretexto de la inseguridad, con el pretexto del combate al terrorismo. En realidad, lo que existe es un terrorismo que se ha apropiado de la legitimidad del Estado para asegurarse impunidad, llevar a cabo sus actividades criminales, y combatir a los sectores populares que se defienden. Como en los tiempos más obscuros de las dictaduras latinoamericanas, hoy el pueblo mexicano es víctima de un terrorismo de Estado.
No obstante, el carácter criminal del Estado no se deriva únicamente de su vinculación y colusión con el narcotráfico. La acumulación de capital y el despojo de los bienes y las riquezas del pueblo ha sido la función principal del Estado de clase en la sociedad capitalista. Hoy, estas funciones han adquirido un carácter netamente criminal que se escuda en una superestructura jurídico-política que pretende legitimar el despojo. En plena crisis económica, el Estado lejos de garantizar el bienestar de las clases subalternas, ha actuado como el más vulgar de los ladrones, robándole a los pobres para dárselo a los ricos, es decir, a la mafia que controla el Estado, a ellos mismos. El caso de las afores es muy ilustrativo, en el sentido de que sin dejar ninguna opción a los trabajadores, se les despojó de sus pensiones para beneficiar a los banqueros y a las compañías trasnacionales. Los rescates financieros multimillonarios, como en el caso de Comercial Mexicana, son tan sólo otro ejemplo de cómo el Estado decide regalar el dinero de las reservas (dinero de los trabajadores mexicanos) a los grandes empresarios, con el argumento de que hay que asegurar los activos de estas empresas para no afectar la economía. Más de 11 mil millones de dólares de las reservas mexicanas fueron subastados a compañías como Televisa, TV Azteca, Cemex y Vitro, entre otras, mientras que el salario cada vez vale menos. En otras palabras, en tiempos de crisis, se le quita el dinero a los pobres para dárselo a los ricos.
Vemos pues, que el carácter criminal del Estado es doble; por un lado lleva a cabo un cínico despojo al pueblo mexicano (Afore, PEMEX, ISSTE, ACE, etc.,) y por otro lado se fortalece, armándose hasta los dientes para combatir a quienes resultan despojados, a quienes se organizan para defenderse. Quienes tienen el poder en México no son más que un grupo de criminales que se amparan en la supuesta legitimidad del Estado y ponen a su servicio tanto el aparato represivo de Estado como los aparatos ideológicos de Estado. Sin embargo, esta realidad está ausente en la mayoría de los análisis de la situación actual y los debates en la izquierda. Es necesario entonces que se comience a incorporar esta realidad en la mira crítica del movimiento popular para poder organizarnos más eficazmente, no sólo en la lógica de la lucha en contra del Estado de clase, sino para resistir y hacer frente a los grupos mafiosos que hoy dominan ese Estado de clase, desenmascarando el doble discurso de la supuesta guerra contra la delincuencia organizada, que más bien debiera llamarse guerra de la delincuencia organizada contra el pueblo.
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