Reflexiones a partir de otras reflexiones...
(Parte 1)
(En ocasión de un correo de Ricardo)
Cuántas veces he escuchado esta idea necia y recurrente de un supuesto fracaso del socialismo. Se presentan en todas las formas, tamaños y colores. Unas más necias que otras, a veces de forma velada, otras tantas cínicas y abiertas. No quiero decir que sea el caso que motiva esta reflexión. Sin embargo, creo que es pertinente decir algo al respecto, para no dejar pasar la oportunidad, y para aprovecharla también como un exhorto, no para buscar las respuestas –ya que hoy esto pareciera cada vez más insensato– sino para hacernos mejor las preguntas que hemos olvidado hacer.
Pues bien... Comienzo directamente, diciendo que a mi juicio, el Socialismo no sólo no ha fracasado sino que hoy es una de las pocas opciones que todavía alcanzan a ofrecer la idea de una esperanza. Como esto pudiera sonar muy aventurado –particularmente hoy, en el siglo XXI, en la sociedad de la desesperanza, de la indiferencia, de la enajenación, del fatalismo resignado, en un mundo donde hablar de izquierdas está prohibido, en donde un Barack Hussein Obama es acusado de radical por proponer la participación del Estado en el sistema de salud, en un momento en donde lo más cercano al socialismo son los rescates bancarios y las nacionalizaciones parciales en tiempos de crisis– creo necesario apelar a la historia moderna. Primero que nada, si tomamos como definición de socialismo a un sistema económico-social, cuyo objetivo es la desaparición de las clases sociales –y la eventual desaparición del Estado mismo– por medio de la colectivización de los medios de producción, la desaparición del trabajo enajenado, y la tesis de “a cada quien según sus necesidades y de cada quien según sus capacidades”, así como la equidad social, económica y política –tal y como lo propusieran Karl Marx y Frederic Engels– no tardaríamos mucho en darnos cuenta que hasta ahora, la humanidad no ha sido testigo de una sola experiencia consolidada de Socialismo. Tan sólo han habido (y siguen habiendo) procesos, a nivel nacional y supranacional –así como a nivel de masas, comunitario, regional, etc– que han buscado en mayor o menor medida por distintos y variados medios construir una idea de Socialismo. Nos encontramos aquí, con el primer problema... ¿cómo es que ha fracasado un proyecto que no ha podido siquiera comenzar a probarse a partir de sus propios cimientos –es decir, sin factores de presión externa que permitan evaluar un desarrollo verdaderamente endógeno? ¿En qué se pueden basar los supuestos argumentos del fracaso del Socialismo entonces? Pues bien, los ideólogos burgueses se han encargado de pregonar esta idea a partir del engañoso razonamiento que pretende equiparar a la Unión Soviética y al llamado “campo socialista” o “socialismo real” con el Socialismo como tal. Así, al desintegrarse la Unión Soviética, pretendieron de ello derivar la idea de que el Socialismo había fracasado, que había perdido la competencia, que había muerto. No perdieron tiempo en proclamar, como dijo Fukuyama (flamante expositor de la ideología burguesa) que la historia había llegado a su fin, que estábamos viviendo el fin de las ideologías, el fin de las utopías, y que finalmente, el Capitalismo había salido triunfador, que se había probado la superioridad de este modelo económico-social.
Ahora bien, aquí viene un segundo problema. Este razonamiento pudiera ser lógico –si estuviéramos dispuestos a conceder que en la desintegración de la Unión Soviética no influyeron factores externos, sino que fueron problemas de carácter estructural en el modelo soviético, lo cual es objeto de otra discusión– sin embargo, no es válido pues una premisa es engañosa. Veamos, el razonamiento sería el siguiente: Primera premisa --> La Unión Soviética es El Socialismo; segunda premisa --> La Unión Soviética fracasó por factores internos; conclusión lógica --> El Socialismo fracasó. Evidentemente, la primera premisa es falsa. Y aquí está el problema de fondo con este tipo de acusaciones. La Unión Soviética no sólo no es El Socialismo, sino que nunca representó siquiera un modelo de Socialismo. Bueno... quizá decir “nunca” estaría a debate. Lo que sí es cierto es que ya desde 1956, con la traición de Jruschov a los fundamentos Marxistas-Leninistas, la Unión Soviética se apartó por completo de su orientación socialista. Lejos de un modelo socialista, la URSS construyó un aparato político rígido, burocrático, centralizado que en lugar de empoderar políticamente al pueblo trabajador, creó una fuerte distancia entre la nomenklatura –una clase de burócratas con poder que se fue formando a razón del verticalismo y rigidez del sistema político– y el pueblo. En el terreno económico, la Unión Soviética no abolió la propiedad de los medios de producción, ni garantizó el acceso pleno de los trabajadores al producto de su trabajo, sino que construyó un “capitalismo de Estado” en el que el Estado se convirtió en el único capitalista. Este aparato burocrático ejerció un monopolio sobre los medios de producción, mientras que reprodujo la relación trabajo asalariado (enajenado) – capital, base fundamental del capitalismo. Así, en la Unión Soviética, los trabajadores siguieron siendo tan ajenos a su actividad productiva como en el capitalismo de mercado.
Este distanciamiento de la Unión Soviética y el socialismo se refleja también en la política exterior que caracterizó a la superpotencia. Ésta estuvo basada fundamentalmente en la exportación de capitales y la búsqueda de recursos naturales, mano de obra barata y mercados externos, lo cual no difiere en absoluto de la política neo-colonial de los países imperialistas occidentales. Así, los países pobres que se integraron al “campo socialista” adquirieron voluminosas deudas para impulsar la producción en áreas particulares y exclusivas, según su supuesta “ventaja comparativa” -dictada, por supuesto, por las potencias imperialistas y neo-imperialistas. La Unión Soviética no buscó impulsar un desarrollo verdaderamente autónomo y autosuficiente en estos países, sino que los hizo completamente dependientes del capital soviético, así como de su tecnología, y protección militar. A su vez, la URSS inundó a estos países de mercancías soviéticas que serían consumidas a precios impuestos por la superpotencia. El resultado fue que a la desintegración de la Unión Soviética, ninguno de estos países realmente había podido desarrollar una capacidad propia para mantenerse en pie, sino que se convirtieron en presa fácil del neocolonialismo occidental que no hizo más que continuar las políticas de dependencia, sólo que sin las instituciones de bienestar social que al menos la URSS sí había buscado implementar.
Es evidente entonces que, si nos basamos en la definición arriba mencionada, ni la Unión Soviética, ni los países del “campo socialista” representaron en absoluto un modelo de socialismo. La Unión Soviética compitió con el imperialismo norteamericano bajo los mismos parámetros del sistema capitalista. Es por esto que no se puede derivar, de la desintegración de la URSS, el fracaso del socialismo. Si acaso, lo que prueba el derrumbe de la URSS es que el Capitalismo de Estado no se pudo sostener ante las tendencias monopolistas del Capitalismo de Mercado. En su análisis sobre el imperialismo, Lenin explicaba cómo la competencia llevaba inevitablemente a la concentración de capitales, y por lo mismo a la primacía del capital financiero, cuyo poder económico iría comiéndose a los capitales mas débiles. Así pues, el social-imperialismo soviético no soportó la presión del imperialismo norteamericano. Como dirían algunos estudiosos, el fracaso de la Unión Soviética se debió a que quiso ganarle al capitalismo con el capitalismo.
Ahora bien, también es común que algunos sectores sociales (principalmente las clases medias) tengan una imagen caricaturizada del socialismo o comunismo, y con base en esta alberguen, ya no sólo la idea un fracaso, sino prácticamente una fobia hacia las luchas de clase y reivindicaciones marxistas. Esto se debe principalmente al origen de clase de estos sectores –cada vez mas pequeños por la creciente polarización de la riqueza, pero sectores al fin. Sin embargo, también se debe a una fuerte campaña mediática anti-comunista que impulsó el capitalismo occidental desde los años '50. Como ejemplo paradigmático está el macarthismo, nombre con el que se le conoce a la férrea campaña de persecución contra los comunistas norteamericanos que impulsó el senador republicano del estado de Wysconsin, Joseph Raymond McCarthy, de 1947 a 1957. Esta persecución no fue solamente de carácter represivo sino que desarrolló todo un discurso con el que se pretendía disuadir a las clases obreras de voltear hacia el socialismo, o al menos, hacia los países que en aquellos años todavía buscaban una ruta socialista –recordemos que todavía antes de Jruschov, la Unión Soviética pretendía construir un Estado con carácter social, basado en la idea de un modelo de socialismo. Los avances gigantescos en los primeros años de la Unión Soviética, que logró su industrialización en menos de treinta años, y se convirtió en una superpotencia, así como los avances culturales y las garantías sociales ofrecidas a los trabajadores soviéticos, provocó que el proletariado en el mundo occidental comenzara a ver al socialismo como una alternativa real y muy posible. Así pues, la campaña anticomunista necesitaba resignificar al socialismo en el imaginario social del proletariado, por lo que movilizó todo su aparato ideológico y hegemónico para dibujar una caricatura de socialismo (o comunismo) y hacer que fuera absorbida por las masas. Así, se creó la imagen del comunismo como una sociedad militarizada, en donde los dictadores y sus ejércitos tenían oprimido a su pueblo, y éstos vestían igual, y comían lo mismo... los famosos soviéticos “come bebes”. Aunque pudiera sonar lúdico, la histeria anticomunista propagada por los aparatos norteamericanos se extendió a todo el mundo occidental, incluyendo América Latina, dándole incluso una imagen diabólica a un sistema que finalmente ponía a debate la primacía de la especie humana, frente al egoísmo y la acumulación de capital.
Paradójicamente, esa sociedad “diabólica”, representada por la Unión Soviética en sus primeros años, fue el motivo principal de una serie de campañas filantrópicas llevadas a cabo por el imperialismo norteamericano, así como de la aparición del Estado benefactor. Para evitar que los obreros occidentales vieran al socialismo o al modelo soviético como alternativas a su realidad de explotación y opresión, así como de miseria –el mundo occidental acababa de salir de una gran depresión económica y dos guerras mundiales, producto directo de las contradicciones capitalistas– no bastaba con la represión y las campañas mediáticas que demonizaban al comunismo, sino que era necesario crear un sustrato material de bienestar social que pudiera convencer a las masas de que el capitalismo, después de todo, sí se preocupaba por la gente. Entonces surgió la llamada Alianza para el Progreso (Alliance for Progress), un programa estadounidense de ayuda económica y social para América Latina, impulsado por John F. Kennedy, en 1961. Este programa buscaba evitar que se reprodujera la experiencia cubana en América Latina, a través de paliativos y reformas que disminuyeran los impactos negativos del capitalismo, conteniendo así el creciente descontento social. Los gobiernos capitalistas comenzaron a crear programas sociales y a destinar parte de su presupuesto a satisfacer estas necesidades. Se crearon sistemas de salud y educativos universales o accesibles, sistemas de escuelas normales rurales, apoyos para el campo, sistemas de pensiones, vivienda, derechos sindicales, etc., y todo con el único objetivo de convencer a la gente de que, después de todo, el capitalismo sí funcionaba. En materia económica, se pusieron en práctica las propuestas del economista inglés John Maynard Keynes, que propugnaba una mayor intervención del Estado en la economía, a través de medidas fiscales y monetarias que pudieran mitigar los periodos de recesión propios de las crisis cíclicas del capitalismo. Este fue el periodo del Estado Benefactor, de la “social democracia”, del llamado “capitalismo con cara humana”, la “época dorada” del capitalismo.
Sin embargo, este periodo, que comprendió de 1945 a 1975, sólo fue posible gracias a la inmensa destrucción heredada por la Segunda Guerra Mundial, así como a la subsecuente “descolonización” del mundo –la inmensa mayoría de las colonias europeas obtuvieron su independencia durante este periodo (no sin antes haber librado importantes luchas de liberación). Con toda Europa destrozada y desgastada económicamente, el imperialismo norteamericano comenzó a inyectar dólares para la reconstrucción, lo que amplió inmensamente las posibilidades de valorización del capital norteamericano. Recordemos que para que el capital pueda ser valorizado –es decir, para que pueda multiplicarse– éste necesita de la explotación de recursos naturales y del trabajo humano para producir mercancías, que a su vez, requerirán de mercados que puedan reconvertirlas en valor aumentado. Pues bien, está valorización del capital puede lograrse de dos formas, 1) consiguiendo más territorios que explotar, de donde sacar recursos, expandiendo los mercados, etc., y 2) intensificando la explotación y la mercantilización en los territorios ya explotados. En otras palabras, el capital puede penetrar territorios externos, o intensificar su explotación internamente. Pues bien, después de la segunda guerra mundial, el capital se encontró con ambas posibilidades. Las ex-colonias, que acababan de obtener su independencia, ofrecían un vasto mercado para el capital, así como inmensos territorios que podían ser explotados. Y al interior de Europa, las posibilidades eran igual de prometedoras. Había que reconstruir la infraestructura y la economía. El capital tenía posibilidades ilimitadas de valorización. Podía crecer y crecer sin obstáculos. Había capital suficiente para sostener al Estado Benefactor y para darse el lujo de ofrecer unas migajas a las masas explotadas para evitar que se alzasen.
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