Cierra los ojos… Imagina por un segundo que ha pasado el tiempo. Imagina que hoy no es hoy ni mañana. Ha pasado tanto tiempo que ha llegado el ocaso de tu vida; ochenta, noventa años, un poco más. Estás al borde de la muerte. Sólo te queda un minúsculo fragmento más de tiempo en este mundo. Llegó el último instante, tan inevitable como temido. En un par de minutos se apagará para siempre tu consciencia.
Entras en pánico…
Cada segundo te acerca más a la nada. Estás asustado, ansioso. Aunque a decir
verdad, tu cuerpo ya no tiene la energía suficiente para nutrir aquella ansiedad. Tu
ser físico lleva meses apagado. Lo único que te queda es tu ser consciente asomándose por una pequeña rendija de percepción humana, opacada en una nube de obscuridad e inmovilidad. Pero también esa frágil consciencia remanente está a punto de desaparecer... Y en ese instante, el miedo te cala en lo más profundo.
No te asusta
ya aquella vieja historia infantil sobre un pretendido cielo y un infierno eterno. Tampoco te causa
temor la incertidumbre del “más allá”. Por el contrario, nada te haría más feliz que la certeza de un "más allá" y una eternidad; algo con que vencer al punto final, algo bueno o malo,
celestial o infernal, da lo mismo; la gloria o la ultratumba, es igual. Al fin sería vida consciente, la continuidad del “yo” que ahora se apaga. Sería finalmente una oportunidad de trascendencia, aquel ideal que tanto ha seducido a los seres humanos
desde que se hicieron conscientes de su carácter efímero y transitorio.
Pero no… ya
eres demasiado viejo para albergar una ingenuidad tan pueril. Sabes perfectamente que no
hay nada más. En un par de minutos todo se apagará. No podrás ya recordar. No podrás pensar. No podrás
sufrir ni gozar. Dejarás de existir en el sentido más totalitario de la
palabra. Y no puedes evitar el terror que te causa esa tajante condena a la inexistencia. Sufres obscenamente el horror
de la nada que acecha. Temes desvanecerte así, frágil e intrascendente. No aceptas que
tu muerte te aparezca ahora tan insignificante como la muerte de una hormiga o un pulgón,
que al cabo es igual que la muerte del rico y el poderoso.
Pasan los
segundos y se acaba tu tiempo. Todo empieza a apagarse. Tratas de ver hacia
atrás. Piensas en tu vida que ahora no es más que pasado, pero aquello no consigue sino llenar tus últimos segundos de dolor. Tanto orgullo, tanta soberbia, manifiestos y estandartes vacíos de significado, heroes de paja y rebaños de colores desgastados, rojos, negros, morados, tanta vergonzosa tosudez... el tiempo a la basura. ¿Prestigio y poder a cambio de qué? Estás muriendo y es inevitable. ¿Cuál fue el sentido de todo? Sientes coraje, remordimiento. ¡No tiene sentido! Dentro de ti no queda nada sino furia maldita por saber que tus instantes
finales no son más que agonía, y te lamentas porque no fue suficiente… ¡No...! ¡No fue
suficiente! Te aferras a ese último pensamiento. No quieres desaparecer en la nada. Todavía no… Quieres vivir más… ¡Si tan sólo pudieras vivir un poco más!
Y en aquel último segundo fatal, acostado en tu lecho de muerte, alcanzas a mirar hacia arriba y deseas con todas tus fuerzas que se detenga el destino. Deseas regresar un poco en el tren del tiempo. No mucho, sólo un poco. Lo que sea lo tomarías sin pensarlo dos veces; un día más de vida, un mes más, un año más. ¡Lo que sea! Cometer errores, pedir perdón o burlarte de la soberbia, amar una o mil veces, pero amar, llorar abiertamente y no callar, vivir, respirar, sentir. Ahora entiendes perfectamente lo que significa vivir. Quieres vivir un poco más. Finalmente comprendes la inmensa fortuna que implica el ser sólo un modesto pedazo de materia orgánica consciente… y lo único que deseas es seguir siendo eso, vida consciente. Si tan sólo pudieras regresar el tiempo. Vivir otra vez. Sólo un poco más. Sólo un poco más de vida. Lanzas tu deseo al aire y entonces…
¡Abres los
ojos! Eres tú otra vez. ¡Tienes vida y
tiempo! Estás aquí y ahora. Tu deseo fue concedido…
¿Ahora
qué...?