Textos por categorías

martes, 1 de diciembre de 2020

Los hombres no lloran

Los hombres no lloran, amor mío. Tú probablemente jamás has escuchado a nadie dictarte esta sentencia social, trillada hasta la saciedad. Pues bien, déjame decírtela ahora. Los hombres no lloran, o más bien, no deben llorar. Así me dijeron a mí cuando tenía tu edad, y aun cuando tenía el doble o triple de ésta. Incluso cuando ya tenía que bajar el rostro para encontrar cualquier otra mirada, aun me seguían diciendo lo mismo. ¡Los hombres nos aguantamos! ¡Nos lo tragamos! Si lloras, te muestras débil... los hombres no deben mostrarse nunca débiles. 

Pero sabes, hermoso, déjame ser honesto. La verdad es que yo nunca entendí por qué teníamos que aguantarnos o por qué había que mostrarse fuerte. Y nunca dejé de llorar. Es lo único que he hecho regularmente desde el primer día en que respiré, y que no he dejado de hacer hasta mi muerte. Lloro para poder respirar, para vivir. Lloro para sacar lo que me hace daño. Lloro para no explotar. Siempre lo he hecho desde que tengo memoria. Lloré frente a la ventana en una noche de tormenta cuando no veía a papá y mamá llegar a casa, también cuando quedé encerrado en un carro en medio de una gigantesca y desconocida ciudad. Lloré cuando me vi perdido en un centro comercial, y también cuando abrí los ojos en una cama de hospital con el letargo de un quirófano y apenas nueve años. Lloré cuando me enamoré por primera vez de una niña de muchos más años que yo, y también cuando fui engañado poco después. Lloré de vergüenza cuando sin esperarlo, otro tipo de ‘primera vez’ se convirtió en horror, al igual que una segunda y una tercera vez. No había cumplido siquiera quince y ya había quebrado tantas veces los preceptos paternos, pues había llorado infinitamente.

Mi padre, sabio como siempre, insistió en que no debía llorar, en que debía ser fuerte. Y sabes, me lo dijo por amor, no porque quisiera mutilar mis sentimientos ni venderme algún canon preconcebido. En realidad, me lo dijo para protegerme. Mi padre conoció desde muy temprano el horror de la selva en que vivimos. Y sabía que en esta jungla humana no se sobrevive si uno es o se muestra débil. Tienes que ser fuerte en todo momento y en todo lugar... Me lo advirtió tajantemente aquella figura tan sabia y querida. Pero yo, testarudo como he sido y con el sentimiento desbordado eternamente, no hice caso. Y seguí llorando.

Después vinieron los coros de voces insulsas que me vendieron dogmas vacíos de humanidad, o al menos de una mitad de ella. Aunque entonces todavía no sabía que eran palabras peligrosas y las compré, las repetí creyéndome ilustrado. Me contaron esos discursos todo lo que era contrario a aquello que había venido escuchando desde antaño. Afirmaron que ya había pasado de moda el no llorar y que ahora debíamos llorar: “Los hombres deben expresar sus sentimientos”, “los hombres también lloran”. ¡Fantástico! Al fin ya no tendría que sentirme culpable. Ahora, para los de nuestro género sería mal visto el no llorar, pues un hombre liberado tendría necesariamente que expresar libre su sentir.

Leí pues, en revistas y foros, tratados de mujeres que afirmaban que un hombre puede y debe llorar, aunque ellas mismas se mostraban siempre duras e inquebrantables. Es saludable tener emociones y dejarlas fluir dijeron. Es natural y humano mostrar los más profundos sentimientos. No hay que esconder o negar el dolor, sólo hay que sanar y dejar de reprimirse. Sentenciaron con voz firme que los hombres habían sido víctimas de algo que se llama patriarcado. Y ese algo que nos condenó a los hombres, nos hizo también a todos de hielo, nos dio poder pero también nos cegó. Sin embargo ahora ya no tenemos que ser agresivos o poderosos porque ya es otro tiempo. Hoy podríamos mostrarnos vulnerables y sensibles. Incluso hubo quien recientemente me llamó "amado hombre" y aseguró con sus palabras liberarme de un cuento donde siempre tendría yo que ser valiente y nunca se me permitiría llorar.

No sabes, mi vida, qué alivio sentí cuando escuché esas voces y esos discursos. Podría finalmente dejar de tener remordimientos por externar mi sensibilidad. Y sin embargo... no creas que fue así. El alivio duró muy poco. Rápidamente me di cuenta del engaño, pues este discurso tenía unas letras chicas que nunca leí en la etiqueta. Los hombres también lloran, sí, pero… los adultos no, y menos en público, no en el trabajo, no en el mercado, no en la calle, no en el auto, tampoco en el hogar frente a tus hijos. No llores frente a tus clientes, ni frente a tu jefe, ni frente a tus compañeros, y mucho menos frente a extraños o extrañas. No, nunca llores frente a alguien que no te sabe ni te cree vulnerable. Escucha bien, jamás derrames lágrimas frente a una mujer, porque puedes incomodarla, y eso hoy ya no se perdona. Una lágrima mal recibida se puede convertir en un dedo acusador y en una mentira legitimada por el consenso en turno. Entonces ya no importará la verdad, sino el color y el género del dedo que acusa. No, definitivamente nunca vayas a llorar frente a una mujer... a menos, por supuesto, que sea tu pareja. Aunque, pensándolo bien, tampoco así lo hagas, dicen las letras chiquitas que aun siendo tu pareja, no debes mostrarle tus lágrimas porque al hacerlo la irás apartando poco a poco. Así es, reza claramente la leyenda que el llanto de un corazón roto sólo puede alejarte aun más del amor que te hizo daño.

Pero yo no leí esas advertencias, y creyéndome liberado del cuento, decidí seguir llorando sin represiones. Y un día lloré con dolor frente a alguien que me tendió su mano, pero después esa misma mano se levantó en mi contra condenándome por haber llorado, llevando a juicio sumario mi sentimiento. Otro día lloré en los brazos de alguien que me vio vulnerable, pero después ese mismo alguien me hirió letalmente para salvarse, aprovechando mi vulnerabilidad escondida en mi tamaño y género. Un día lloré en una oficina, y desde entonces fui tachado como débil. Aquellas mismas voces que dijeron que los hombres también lloran, fueron las que ahora murmuraban y se burlaban de mi debilidad por haber llorado. Y nuevamente lloré en una cama de hospital, después de haber llorado en un quirófano, sólo que ya habían pasado treinta años desde la última vez. Aun no acababan de caer mis lágrimas al piso cuando ya una cruel amistad empezaba a reclamar su posesión sobre mi alma acongojada. Tiempo después, lloré incontrolablemente frente a la persona que más amaba, lloré y maldije mi dolor, pero ella dejó de amarme precisamente por no haber podido contener a tiempo y con decencia mi dolor. Aquel día, aunque tragué mis lágrimas y apreté con fuerza mis puños, sentí el dolor quemándome el vientre cuando ya no pude hacer que se quedara. Aquel fue el precio más caro de mis lágrimas. 

¿Sabes? ha habido lágrimas incluso más profundas como aquellas cuando lloraba al despedirme de ti detrás de unos barrotes, mientras veía cómo unos brazos te alejaban. Lloré cuando enfermaste y no pude consolarte, porque quienes te retenían me cerraban cruelmente la entrada. Entonces, sentado a la orilla de la calle, a media cuadra de tu casa, sentí mis lágrimas derramarse intensamente mientras esperaba a media noche alguna noticia que me dijera al menos que estabas bien. Para el mundo, sólo era algún vagabundo más. También lloré de miedo cuando amenazaron con quitarte de mí, pero mis lágrimas mostraron debilidad y al final pagué también el precio.

Aunque... ¿Sabes? También hay llantos bonitos,  llantos que se disfrutan como se disfruta el hielo frío en invierno. Llantos que se alojan en tu alma vestidos de una sonrisa, como aquel día en que lloramos juntos a través de una pantalla. ¿Lo recuerdas? Fue un llanto abierto y amargo, pero fue un llanto que nos unió. Sí, son lágrimas que duelen y curan al mismo tiempo. 

Por todo eso, hermoso, yo ya no te puedo decir si los hombres lloran o no lloran, o lo que es igual, si deben o no deben llorar, o cómo llorar. Lo único que puedo decirte ahora es que mandes todos los discursos al carajo. Llora, berrea y patalea si quieres hacerlo así. Es tu dolor y de nadie más. Nunca hagas caso a quien quiera decirte que no puedes llorar. ¡Claro que puedes! Siempre puedes hacerlo si quieres. 

Pero debes también saber que así como el llorar puede sanarte, también puede destruirte. Es importante que seas siempre consciente de que llorar es peligroso. No creas que puedes abrirte y mostrarte vulnerable al mundo sólo porque alivia tu dolor hacerlo, o porque alguien te dice que puedes o debes hacerlo para liberarte de este mundo patriarcal. En realidad, llorar es un gran riesgo. Ser hombre y mostrarte vulnerable o ser percibido como débil es peligroso. Por ello es que uno debe ser realmente muy fuerte antes de poder llorar libremente.

Recuerda siempre que si no quieres llorar, no debes sentirte mal por ello. No quiere decir eso que estés atrapado inevitablemente en los atavíos de una masculinidad malograda, ni que seas más o menos hombre al no llorar. Si quieres tragarte tus lágrimas y aguantarte estoicamente, está bien, hazlo así sin dudarlo. Es tu derecho y tu decisión. Calla y esconde tus sentimientos si así lo sientes necesario. Muéstrate inmutable y poderoso frente al mundo. Que nadie conozca tu llanto si no quieres. No hagas caso a quien te quiera convencer de lo contrario, porque de todas aquellas personas que tanto te insisten hoy en que llores y en que expreses tus sentimientos sin atamientos, ninguna va a pagar el daño que te causen tus lágrimas.