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sábado, 7 de marzo de 2009

Viaje a la cascada...




Revisando y buscando unos documentos perdidos de hace ya algunos años, me topé con este texto que escribí después de un viaje por el sur de Veracruz; mi primer acercamiento a la escritura, incipiente y desordenado, pero parte de mi pasado. Siempre es interesante re-encontrarse y re-conocerse en esas primeras letras del pasado...

Viaje a la cascada “La Nueva” en Soteapan
(29 de agosto de 2004)

…finalmente, después de una interminable sesión sobre las posibilidades turísticas en la región, los presentes acordamos visitar una cascada que lleva el nombre de “La Nueva”.  Este lugar se encuentra a una hora y media de Coatzacoalcos viajando en carro. Está a unos cuantos kilómetros después de Chacalapa en la carretera a Chinameca.  Cuentan los lugareños que en toda esa región existe todavía la magia; que el avasallante poder del racionalismo colonial todavía no ha penetrado en los espacios de los indígenas nahua y popoluca de la sierra de Santa Marta, en el extremo sur de Veracruz, y quien se adentra en esos caminos no puede sino caer presa de las maravillas del misticismo prehispánico.
El hombre urbano que ansioso buscaba la manera de entretenernos en nuestra breve estancia en Coatzacoalcos, se encontraba satisfecho al ver que los extranjeros habíamos tomado con mucho entusiasmo su idea de pasar el fin de semana en La Nueva Cascada. Esa tarde hicimos todos los preparativos para el día siguiente. No había que olvidar el repelente y el gel antibacterial, pues según las advertencias de la embajada, las regiones selváticas de este país pueden ser muy peligrosas para los blancos.  Un par de botellas de agua, trajes de baño, toallas, algo de comer y todo estaba listo para el paseo.
A la mañana siguiente, nuestro anfitrión pasó muy temprano por nosotros en su pequeño y carcomido Sedán, y a eso de las diez de la mañana ya nos encontrábamos camino a la cascada. Ese día, el hombre urbano decidió olvidarse de sus negocios y con la alegría de quien olvida por un instante la tan temida cotidianidad, manejaba al mismo tiempo que nos conducía por un espléndido camino de historias, narraciones y revelaciones tan magnificas como extrañas e incomprensibles para nosotros.
Un día, hace ya algunos años, en mi juventud, decía el hombre urbano de identidad mestiza, tuve un viaje al mundo de los sueños en donde los dioses hablan con los mortales y pocos son los que saben escuchar. Estaba en un lugar donde se habían reunido muchos ancianos. Todos de piel obscura y semblante recio. Visiblemente perturbados por mi presencia, me observaban esperando que explicara mi estancia. Después de mucho rato de silencio, uno de ellos, el más sabio, quien estaba al frente del grupo, se me acercó y me preguntó: “¿qué quieres?”. Sin pensar, le contesté casi como por mecánica: “el poder del Jaguar”.
Visiblemente molesto, el viejo respondió con voz alzada y tono violento: “no estás listo todavía”. Subiendo aun más el tono de voz le respondí que sí lo estaba…
Enojado ya el anciano insistió en su enérgico rechazo pero en mi juventud insensata le respondí una vez más casi gritando: “sí lo estoy”.
El viejo irritado, finalmente me contestó: “Pues entonces... toma lo que quieres…”

La historia de Don Domingo Quem B'alam

En ese instante le dio un fuerte golpe en el pecho que le cortó la respiración y produjo un inmenso halo de luz. El hombre urbano espantado trató desesperadamente de contener el dolor y respirar; y en su intento despertó agitado de aquel sueño. Muchas noches después, tuvo incesantes sueños en donde el Jaguar se aparecía y bailaba una danza cósmica con él. Fue ahí donde entendió que había sido finalmente aceptado en la dinastía de los B’alam...

El Hombre que manejaba hacia La Nueva Cascada nos revelaba su ingreso a la dinastía de los B’alam.  Emocionado se remontaba a épocas pasadas y nos presentaba a personas muy queridas para él que habían ya dejado este mundo material. Una de estas personas era el humilde Domingo Quem B’alam.
En su despertar juvenil, nuestro hombre urbano gustaba de viajar a las zonas sagradas de las culturas prehispánicas en Mesoamérica. Buscaba reencontrar la grandeza espiritual de estos pueblos y ser partícipe de ella. En un viaje a Ek B’alam, ciudad Maya que lleva el nombre de Jaguar Negro y que floreció entre los años 600DC y 900DC, tuvo la oportunidad de conocer y platicar con una persona del lugar. Esta persona era muy humilde y trabajaba en la construcción de proyectos habitacionales locales.  Platicaron de diversos temas propios de un encuentro casual entre dos desconocidos. El hombre urbano, sin embargo, había notado que en diferentes partes de aquella zona había restos de incienso y copal. Estaba seguro que estos eran indicios de rituales sagrados. Momentos después, al desarrollarse la plática, el desconocido le reveló a nuestro hombre urbano que en ese lugar se hacían muchas ceremonias y que él conocía a las personas que llevaban a cabo esas ceremonias. Ya al despedirse, el hombre urbano logró que el desconocido lo invitara a volver en un futuro próximo. El desconocido le dijo que si regresaba, él podía llevarlo a conocer a los menes (chamanes) del lugar.
Unos quince días después, el hombre urbano agarró su mochila y tomó un camión de paso que lo dejó en ese mismo lugar. Había decidido regresar en busca de aquel desconocido que le había prometido llevarlo a conocer a los sacerdotes Mayas. Al llegar a donde estaba la construcción, se percató de que el desconocido no estaba en el lugar donde estaban los demás trabajadores. Preguntó por él a los presentes quienes le dijeron que ese día no había llegado a trabajar la persona a quien buscaba. Consternado el hombre urbano les preguntó si el desconocido vivía cerca del lugar. La respuesta no fue más grata que la anterior. Aquel desconocido que había prometido un encuentro con los chamanes del lugar vivía en una zona muy apartada en lo más recóndito de la sierra.
El hombre urbano, al no poder regresar y no conocer a nadie en ese lugar, les suplicó a los trabajadores que lo llevasen a la casa del desconocido. Estos le contestaron que tenían que trabajar pero que si esperaba, podrían llevarlo cuando terminaran ya que ellos vivían en el mismo lugar. Así pues, el hombre urbano esperó toda la tarde hasta que terminaran los trabajadores quienes al regresar a sus hogares para disfrutar del cotidiano descanso y poder así recuperar y reproducir su diaria dosis de fuerza productiva, llevaron a nuestro hombre hasta una choza muy humilde y le indicaron que esa era la casa en donde vivía el hombre que tanto buscaba.
Ansioso, nuestro personaje se apresuró a llamarle a gritos. Los otros trabajadores le gritaban de igual forma:
¡Aquí te buscan! Dice que es amigo tuyo.”
Por largo rato no hubo respuesta y tuvieron que volver a gritar hasta que por fin respondió el desconocido.
“¡No conozco a nadie! ¡No sé de quien me hablan!”
El hombre urbano, al oír estas palabras reflexionó:
“Apenas hablé unas cuantas horas con este desconocido. Qué ingenuo fui al pensar que se acordaría de mi”
Sin embargo, el miedo acogió al hombre urbano ya que la noche se adentraba y él no tenía dónde dormir. Al percatarse de su situación, el hombre, ansioso, se desesperó y comenzó a gritar enérgicamente.
“¡Soy yo! Acuérdate, nos conocimos hace unos días y me prometiste llevarme con los menes.”
Entonces, el desconocido guardó silencio y se asomó por una ventana de palo y sin vidrio. Salió enseguida y se le quedo mirando entre irritado y perplejo. El hombre urbano se percató de que el malhumorado desconocido se encontraba entre ebrio y trasnochado. Pensó en la insensatez de haber venido y quiso retirarse, pero el desconocido finalmente lo miró y le dijo con voz serena.
“Sígueme”
Caminaron por largas horas internándose en lo más oscuro de la selva. Siguieron hasta llegar a una pequeña choza en donde el desconocido entró y saludó a un viejo que ahí se encontraba. Platicaron los dos en su lengua maya sin que el hombre urbano los pudiera entender. Finalmente se despidieron y el desconocido comenzó a retirarse.
Aquél viejo, hombre de mirada recia y semblante fijo, emanaba fuerza de su ser. Era de tez morena y chaparrito, con el cabello grisáceo por su vejez. Su piel arrugada y canas blancas en las cejas y bigotes denotaban su avanzada edad. Una vez que el desconocido se había alejado, el viejo miró fijamente al hombre urbano y con un español muy quebrado le dijo en voz firme pero serena.
“¿Qué quieres?”
El hombre urbano, que hasta ese momento no había pensado en eso, se quedó callado, desorientado por la súbita pregunta.  Después de todo, la insensatez queda siempre al descubierto en ese momento en el que uno finalmente se ve confrontado con la consecución de lo buscado.  Uno siempre está seguro de lo que busca... hasta que lo encuentra.
Ante la perplejidad del hombre urbano, el viejo volvió a insistir: “¿Qué quieres? ¿Quieres escribir un libro?”
“No” contestó el hombre urbano.
“¿Quieres hacer una película?”
“No”
“¿Entonces, qué quieres?”
Guardo silencio el hombre y después de un rato pudo articular finalmente sus palabras y sólo atinó a decir:
“Quiero aprender”
El viejo calló y después de unos minutos le dijo al hombre urbano que se quedaría esa noche a dormir en su choza y que al otro día empezaría a aprender.
En esa ocasión, el hombre urbano estuvo toda una semana con el viejo. Después de este tiempo se despidió, ya que tenía que regresar a su familia y a sus negocios. Sin embargo, frecuentemente regresaba con el viejo y se pasaba temporadas enteras en el lugar.
Días después, supo que aquel viejo llevaba el nombre de Domingo Quem B’alam y aprendió que este era el guardián de Chichen-Itza. Conoció a su esposa e hija y logró hacer una gran amistad con ellos. Don Domingo le enseñaba los secretos de la espiritualidad Maya y este prestaba atención para poder conocer estos misterios y sentirse en armonía con la naturaleza y ser parte integra del cosmos. Sin embargo, siempre llegaba la hora en que tenía que regresar a sus negocios y dejaba la selva para volver a la espiritualidad de la oficina, el tráfico y el ajetreo.
Un día, Don Domingo se le acercó al hombre urbano y lo invitó a una reunión secreta de menes del lugar que iba a llevarse a cabo en unos días. Le dijo que en estas reuniones nunca aceptaban a mestizos, pero que él convencería a los otros menes y no habría problema en que él participara. El hombre urbano sintió temor, titubeó, y sin darse cuenta rechazó la invitación de Don Domingo.
Desde ese momento, las visitas se hicieron más y más infrecuentes. Poco a poco, el hombre urbano, casi dejó de visitar a Domingo y su familia.
Un día el hombre urbano decidió regresar al lugar. Alistó sus cosas y junto con su familia emprendió un nuevo viaje a aquel lugar. Llevaba consigo regalos para Domingo y su familia como acostumbraba a hacer cuando frecuentaba el lugar.
Al llegar a la casa de su amigo, el hombre urbano sintió una extraña sensación y se percató de que no había mucha actividad en la casa. Vio a las hijas de Domingo adentro, paradas y con una mirada penetrante. Buscó a Domingo con la mirada pero no lo encontró. Vio entonces a su esposa que lloraba amargamente, al pie del catre de palo que usaba la familia como cama. Entonces fue cuando una de las hijas se percató de la presencia del hombre urbano y se le acercó. Con dificultad pudo articular unas palabras que el hombre urbano ya había entendido antes de oírlas pero seguía rehusándose a aceptarlas.
Don Domingo Quem B’alam había muerto. Un dolor desgarrante inmovilizó al hombre urbano. Quiso gritar pero no pudo. Quiso llorar pero no lo hizo. Quiso correr pero su cuerpo se había petrificado como una estela maya olvidada por el tiempo. Sin entender el dolor del hombre urbano, su familia trataba de consolarlo. Entonces, la esposa de Don Domingo salió de la choza e invitó al hombre urbano a entrar. Hundida en su dolor, la señora no había recibido a nadie desde que Domingo murió.
El hombre urbano se dio cuenta de que había dejado ir al viejo Domingo sin haber querido aprender todo lo que podía haber aprendido. Las lágrimas comenzaron a fugarse en un frenesí desesperado de los ojos de aquel pobre hombre. Entonces supo que Domingo sólo había tenido dos amigos y él era uno.
La esposa de Domingo le dijo al hombre urbano que se llevara las pertenencias de su esposo, las plumas, las piedras y otros materiales que usaba Domingo en sus ceremonias. El hombre urbano no aceptó y pronto decidió retirarse. De regreso a su ciudad, el hombre urbano no lograba concentrarse y tuvo que manejar su esposa. No podía contener el dolor que sentía por el viejo Domingo.
Unas semanas después cuando hubo asimilado ya su dolor, el hombre urbano decidió regresar a visitar a la familia de Don Domingo. Al llegar al lugar aquel donde por primera vez Domingo recibió al hombre urbano, no pudo encontrar nada. Buscó y buscó y no halló rastros de la familia de Domingo. Entendió entonces que nunca volvería a ver a esa familia. Unos días después supo que la familia había desaparecido quince días después de la muerte de Domingo. Se habían ido con el alma de Don Domingo Quem B’alam.

Llegada a la cascada
El hombre que manejaba continuó sus relatos de historias fantásticas y vivencias misteriosas hasta llegar a nuestro destino. Paró el carro junto a una pequeña casa de lámina que estaba a unos metros de una palapa en donde jugaban alegremente un grupo de chiquillos. Se respiraba el calor húmedo tropical de la selva que sofocantemente nos hacía apresurarnos a descender del carro para poder tomar una profunda bocanada de aire fresco. Los chicos nos veían con la curiosidad propia de quien observa a un grupo de extraños invadir su espacio personal.
Después de saludar a unos hombres que cuidaban la entrada al lugar, el hombre urbano nos guió por una vereda que descendía y se internaba en la selva y se volvía cada vez más estrecha. Seguimos el camino hasta llegar a una gran bóveda de basalto de donde caía un fuerte chorro de agua de unos cuarenta metros de altura hacia una fosa de unos veinte o treinta metros de diámetro. De una esquina de la fosa, salía un arroyo que dejaba escapar el agua por las piedras a una velocidad que podía fácilmente arrastrar a cualquier persona que llegara a estar a unos pocos metros de distancia.
La parte superior de la gran bóveda dejaba asomar unas magníficas columnas pentagonales de basalto que como inmensas estalactitas amenazaban al aficionado con dejarse caer y enterrarse en el fondo de la fosa. Por debajo de las columnas, la gran pared natural estaba hecha de algún tipo de tierra filtrante por donde caían chorros de agua pura. Aquella pared de cuarenta metros de altura era una gran purificadora natural.
Después de admirar la grandeza que se presentaba ante nuestros ojos, nadamos y disfrutamos como cualquier gringo en Mazatlán. Al cabo de un rato caminábamos ya de regreso hacia la palapa de la entrada, dejando atrás el rugido de aquella cascada que enojada por nuestra presencia parecía un león que al verse perturbado en su sueño ruge para espantar a los intrusos.
Al llegar a la palapa, el hombre que había manejado hasta el lugar, hablaba con voz de mando a los indígenas pidiendo ser atendido, como cliente que protesta al esperar un servicio que ha comprado. Así, después de unas horas, degustamos una rica mojarra preparada con el sazón que sólo aquellos hombres y mujeres popoluca saben preparar.

De regreso a la ciudad por la carretera de las ideas
Después de haber disfrutado una breve estancia en la Nueva Cascada, nos despedimos de nuestros anfitriones y procedimos a embarcarnos en nuestros vehículos que nos llevarían de regreso a la ciudad en cuestión de minutos. Durante el camino, el hombre que manejaba comenzó una vez más a hablar de chamanes mayas y círculos secretos de la espiritualidad prehispánica. A nuestro alrededor, el paisaje estaba lleno de casas de lámina, de palo y de barro. Por todos lados saltaban a los ojos las estadísticas que presentaban al observante el 80% de mexicanos que vive en pobreza y en algunos casos dejaban ver los más de veinticinco millones de indigentes. En ese recorrido, el tiempo parecía no haber pasado y la modernidad era sólo una falacia en la imaginación de los conquistadores contemporáneos.
Fue entonces cuando el hombre que manejaba llegó en su conversación al tema del gran peligro que acecha a nuestros pueblos en el México contemporáneo. Habló de un monstruo voraz que amenaza con engullir sin piedad la tradición prehispánica. La plática dio paso a un intenso debate sobre la naturaleza del monstruo y de la responsabilidad de los hombres y mujeres de conciencia en incidir positivamente en la lucha por la humanidad.
No sólo es la ‘tradición’ o la ‘espiritualidad’ lo que ese monstruo devora en su existir Al crecer destruye pueblos enteros, hombres, viejos, niños y mujeres. Destruye árboles, ríos y montañas. Destruye culturas y sabidurías milenarias. Pero lo más importante, ese monstruo destruye día con día nuestra humanidad. Destruye el amor y la esperanza. Destruye la ilusión de una utopía movilizadora, de una utopía alentadora y creadora de igualdad.
Ese monstruo devorante fue creado por los hombres necios enfermos de poder, los cuales no pueden controlar más al monstruo y son poco a poco destruidos por el objeto de su creación que toma una vida propia y crece para destruir a su creador, como el hechicero que aventajado por el ente infernal que él mismo despertó pierde el control de su creación y es devorado sin piedad por este objeto de su propia hechicería.
Aquel monstruo infernal tiene un nombre. Pero como el que teme a pronunciar el nombre de un demonio inefable, muchos temen a llamar al monstruo por su nombre, sustituyéndolo por diversos eufemismos como “globalización”, “neoliberalismo”, “modernización”, “desarrollo económico”, “imperialismo”, “liberalismo” o “democracia occidental.” Ese monstruo es el capitalismo salvaje que roba la libertad y se alimenta del amor.
Cuando este monstruo aberrante era ya el tema central de la conversación en aquel pequeño vehículo que regresaba de la Nueva Cascada, el hombre que manejaba objetó diciendo que no estaba en las manos de los hombres o mujeres el detener a este monstruo. Habló de la existencia de un destino determinante al que todos inexorablemente nos supeditamos, un destinó que desde antes de la vida misma ya estaba escrito y predeterminado en el orden existente. Este destino, argumentaba el hombre urbano, era parte de un plan divino en el que cada quien vive la vida que le tocó vivir y cada quien sufre lo que debe sufrir y goza lo que debe gozar. De esta forma, el monstruo no puede ser detenido por los humanos, ya que la existencia misma del monstruo es parte del orden cósmico en el que existimos, no por casualidad. El hombre urbano insistía en que la liberación y la emancipación por las que debemos luchar, se encuentran en el plano espiritual. Es decir, la opresión material no es más que la ilusión de una vida material en la que no existimos realmente sino como entes espirituales. No debemos luchar por un cambio en el ámbito material porque todo lo que existe en nuestra realidad mundana es parte de un orden cósmico ya establecido y prediseñado en un plan divino.
Pero aquel orden del que hablaba el hombre que manejaba contrastaba irrebatiblemente con la presencia aun tangible en nuestro departir de aquel inefable monstruo. Aquel orden cósmico en donde todos son lo que merecen ser y todos tienen lo que cosecharon en algún otro espacio-tiempo, parecía ser más bien un desorden. Aquel orden en donde la mitad del mundo muere de hambre y la otra muere por guerras de poder no puede ser orden.

Ruego disculpas si el problema es meramente de semántica y en mi atrabancada insensatez entendí lo que no era o era lo que no entendí. Si orden es desorden y el antónimo resulta homónimo, entonces puede que haya entendido mal la metafísica. Pero si A no es su opuesto (~A) más que en el sentido dialéctico de la epistemología, entonces no puedo más que rechazar aquella idea de un orden teleológico previamente establecido por un destino causal.
Dicho de otra forma, si se busca en un diccionario el significado de la palabra orden se encontrará algo así como: “colocación de las cosas en el lugar que les corresponde” o “paz y tranquilidad”, lo cual contrasta rotundamente con palabras como “pobreza extrema”, “marginación”, “genocidio”, “etnocidio”, “explotación”, “opresión”, “tortura”, “desplazamientos forzosos”, “desapariciones” “asesinatos selectivos”, “terrorismo de estado”, etc. Sin embargo, estas palabras parecen ser el referente empírico de lo que el orden cósmico necesariamente indica. He aquí la contradicción...

Pero el hombre que manejaba continuó viajando por la ruta de la predeterminación del destino y la plática se tornó en una apología de aquel monstruo inefable y su dominación. El que muere entonces, es culpable de haber muerto, el que llora es porque quiere llorar, los cinco billones de pobres, son pobres no por algún problema en el ‘orden’ existente sino porque en algún otro tiempo-espacio debieron haber sembrado su desgracia. No es el sistema el que oprime, sino el oprimido el que causa su opresión. No explota el explotador, sino el explotado. No discrimina el racista, sino el discriminado. Aquel extraño orden parecería haber invertido la realidad y una vez puesta de cabeza, creado una extraña apología del sistema explotador.
Siguió el hombre que manejaba en la lógica del orden. La necesaria conclusión era que para lograr una verdadera liberación había que buscar el orden cósmico y encontrar el papel personal, individual, dentro de este orden. Había que encontrar la misión personal, es decir lo que el destino habría escrito para cada uno. Habría que descubrir lo que somos, tomar conciencia y aceptar lo que somos.
En otras palabras, para combatir al monstruo hay que aceptar nuestro destino. ¿Para derrotar al opresor hay que aceptar ser oprimido? ¿Para liberar al explotado hay que aceptar la explotación? ¿Para derrotar al asesino, hay que dejarse asesinar?
Podría dársele sentido a esta contradicción lógica, sólo si ésta se plantea meramente en el plano de las ideas, es decir, si la emancipación se concibe como un proceso espiritual, la realización del espíritu en la conciencia individual. Era esto precisamente lo que ansiosamente defendía y predicaba el hombre que manejaba.
Si se analiza detalladamente esta proposición epistemológica, se puede descubrir en ella un idealismo filosófico característico del pensamiento religioso Europeo de inclinación judeo/cristiana. Buscando los orígenes de este tipo de concepciones podemos regresar en el desarrollo histórico del pensamiento europeo hasta llegar a Platón quien pensaba que el mundo material era sólo el reflejo del mundo de las ideas. Para este filósofo, la realidad existía en una dimensión independiente del mundo material y este, era meramente, una representación de la realidad. Esta misma tendencia filosófica pasa por pensadores como Tomás de Aquinas, San Agustín o Immanuel Kant, hasta llegar al complicado Hegel quien formaliza el proceso mecánico de la dialéctica de la evolución del Espíritu.
Hegel propone un proceso de evolución en un plano inmaterial por medio de una toma de conciencia y un "auto-descubrimiento" que puede contrarrestar la enajenación del yo. Este proceso de toma de conciencia no es más que la realización de una unidad entre la subjetividad y el Espíritu, concebido como ente independiente y parte de una totalidad.
Al concentrarse sólo en el proceso de "auto-descubrimiento", y al concebir la evolución en un plano no-material, estamos adoptando necesariamente una visión apologética del orden (más bien desorden) material en el plano físico y social. Al querer concebir el proceso evolutivo como un proceso espiritual interno e individual, se corre el peligro de no abocarse a un proyecto de cambio social, sino terminar apoyando un conservadurismo desmovilizante.
El pensar que este proceso de desarrollo espiritual ocurre dentro de un plan ya establecido y predeterminado en donde cada quien es quien está destinado a ser es pensar que cada quien es quien debe de ser. En otras palabras, el pobre está destinado a ser pobre y el rico y opresor a ser rico y opresor. La consecuencia lógica de esta línea de razonamiento es que, por ejemplo, el rico se deshace de cualquier tipo de responsabilidad en la pobreza del explotado. Es aplaudir el mundo como es y desechar a priori la posibilidad de un cambio social, la posibilidad de luchar por una sociedad egalitaria, la posibilidad misma de combatir al monstruo.
Este tipo de pensamiento idealista, se puede contrastar con una corriente paralela que se remonta al empirismo del viejo Aristóteles, el materialismo. Si se sigue este camino se puede llegar al pensamiento de Carlos Marx, quien toma las ideas Hegelianas y las baja del ámbito de las ideas al plano material. Marx se da cuenta de que al concebirse la evolución del ser humano en un plano espiritual, se hace a un lado la realidad material y se condona de esta forma la opresión, explotación y sufrimiento de las masas explotadas, de la humanidad. Una de las principales tesis marxianas se basa en la preocupación por la insistencia de los filósofos en sólo observar el mundo, cuando el objetivo mismo de la filosofía debe ser cambiarlo...

Así concluye la breve historia de aquel viaje a La Nueva Cascada, que resultó ser no sólo una belleza natural en medio de un mundo de miseria, sino un lugar lleno de historias, maravillas, y esperanzas que llenan el corazón del visitante que pone atención de una inmensa alegría y unas ganas de luchar por lo que a los ojos del necio pareciera no tener solución, unas ganas de vivir en libertad, en un mundo justo e igualitario, en un mundo verdaderamente humano.

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