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martes, 21 de enero de 2020

De inclusión y rebeldía


Hoy, lejos de mi cada vez más distante cotidianeidad, en aquel recinto sagrado del saber, todavía algo desvelado por el viaje y por mis noches de nostalgia eterna, intentaba asimilar palabras en otro idioma, en otro código, que me hablaban de conceptos tan aparentemente familiares, pero llenos de contenidos extraños e incluso hostiles. Hablaba el experto en turno de inclusión y desarrollo, de diversidades armónicas que entretejen mundos de diferentes colores, tamaños y formas, formando un crisol de historias que coexisten en insólita armonía.  ¡Excelente! Un mundo de minorías que hacen fila en la ventanilla de la inclusión; un mundo de pluralidades sacralizadas que se transforman en discursos de éxito, de emprendimiento e innovación.

En un mundo superfluo, sólo cabrían en aquel discurso los aplausos y la celebración de las conciencias redimidas.  No obstante, en mi mundo rebelde, poco a poco se fue revelando un viejo paradigma conocido y desgastado, pero no por ello menos feroz.  Como un león que acecha detrás de la escena en que descansa su presa, así fue apareciendo ese discurso devastador, intentando burlar el filtro humanista de la crítica pensante.  Aquel séquito de mentes brillantes había intencionalmente omitido el “para qué” de la inclusión que estaba sobre la mesa. Mientras ésta se presentaba como la panacea de moda frente a los grandes problemas de la vida, de ninguna manera valía en aquel momento preguntar la motivación de aquella solución.

Incluir, sí… integrar, recibir en el seno de un estado de cosas, a aquellos que habrían sido marginados.  La diversidad, por siglos combatida y acallada, ahora aparecía en una imperante necesidad de ser utilizada para el buen funcionamiento de algo que ya no funciona.  Aquel discurso hablaba de la inclusión de jóvenes excluidos, de migrantes y refugiados, de otros con capacidades dispares o fuera de la norma, y de todos aquellos cuyas existencias fueron de alguna manera puestas en contradicción ontológica con el Ser de letra mayúscula. Pero la inclusión anfitriona en aquellas reflexiones llamaba a ser parte de una existencia cuya esencia es fundamentalmente desigual. Incluir al excluido en el engranaje de la misma máquina que lo excluye. ¡Sí, esa era la premisa de fondo! Una especie de "nostalgia imperialista" como decía Rosaldo... Al final aparecía ya sin ambages el contenido claro de aquel discurso: incluir al esclavo para que siga siendo esclavo...

Aquella inclusión instrumentalizada sería precisamente la mayor explotación de esas diversidades. ¡Incluir para explotar! ¡Integrar para desechar! Como aquel desdichado que es obligado a punta de cañón a cavar su propia tumba, así también se revelaba un estado del Ser que llamaba al Otro a integrarse al Ser para poder ser desechado.  Por supuesto, no fue así como se enunció en aquella mesa… De ninguna manera. En aquel discurso se hablaba de incluir para incrementar los beneficios económicos, el crecimiento y el desarrollo. Sí, usar la diversidad para aumentar la ganancia... ¡Tal como se escucha! Y el discurso en aquella sala aparecía blindado ante la crítica. Ningún cuestionamiento sería válido, pues todos sabemos que ya está pasada de moda (y de época) la noción de explotación obrera, o la de clase social y pobreza. Hoy tendríamos que cambiar el adjetivo “obrero” para empezar a pensar en “explotación inclusiva” o “explotación diversa”.  ¡Otra vez el mundo al revés!

Y cuando al final ya no pude contener mi rebeldía (o incluso mi locura), lancé un feroz ataque de nubes de colores. Hablé de felicidad y del sentido de la vida, del arte y el derecho a la alegría, de la dignidad humana. Hablé de los valores sublimes del ser y de su irreconciliable antagonismo con aquellas fórmulas de inclusión basadas en la acumulación y la devastación.  Mientras tanto, el letrado me veía con ojos de desdén y me condenaba a la irrelevancia. ¡Tenemos que bajar de la nube! …dijo finalmente el policía bueno. Está bien hablar de conceptos sublimes, pero en el mundo real hay que hacer dinero.  Está bien la dignidad humana, pero si no impacta en el producto per cápita y en el otro producto un poco más bruto, entonces sólo son fantasías en las nubes… Pero yo seguí hablando del amor, y nunca bajé de la nube.

Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no quepo (y nunca he cabido) en el mundo real, en aquel que se autonombra verdadero.  En ese mundo pragmático e instrumentalizado, en donde cada quien tiene su espacio en la jerarquía y debe saber cuándo agachar la cabeza y cuándo levantar la voz ante el más débil.  No… nunca supe hacer eso. Yo creo en la dignidad humana. Creo en el valor de uso más que en el de cambio, y en el valor intrínseco más que en el de uso. Creo en la lealtad y en la verdad, pero sobre todo, creo en el amor…  Mientras otros hablan desde púlpitos de aristocracia, a mí me hace temblar la noción misma de que alguien pueda valer más, o menos, por su raza o género, por su clase o por su edad.  El valor humano no se mide con credenciales, sino en esencias.  El valor de la vida no se mide tampoco en discursos impecables o en razonamientos lúcidos e informados.  En mi mundo lo que vale es una mirada y una sonrisa verdadera, aquellas que emanan desde el fondo de la belleza del corazón humano, así con todas sus impurezas e imperfecciones. Ingenuo, puede ser… pero me rehuso vehementemente a dejar de creer en la equidistancia que existe entre todas las formas de existencia. Me rehuso a dejar de creer intensamente en el amor. "Muero como viví" cantaba Silvio. Así también, yo muero en mi cárcel de idealismo y de esperanza.  Y no estoy dispuesto a bajar de la nube, a dejar de combatir al mago Frestón, como lo hizo el Caballero de la Triste Figura… hasta su último aliento.  No podría dejar mi idealismo, porque el día en que deje de creer en el amor, en la verdad y en la justicia…  ese día habré sido fatídicamente derrotado.

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