Hoy, lejos de mi cada vez más distante cotidianeidad, en aquel
recinto sagrado del saber, todavía algo desvelado por el viaje y por mis noches
de nostalgia eterna, intentaba asimilar palabras en otro idioma, en otro
código, que me hablaban de conceptos tan aparentemente familiares, pero llenos
de contenidos extraños e incluso hostiles. Hablaba el experto en turno de
inclusión y desarrollo, de diversidades armónicas que entretejen mundos de
diferentes colores, tamaños y formas, formando un crisol de historias que
coexisten en insólita armonía.
¡Excelente! Un mundo de minorías que hacen fila en la ventanilla de la
inclusión; un mundo de pluralidades sacralizadas que se transforman en
discursos de éxito, de emprendimiento e innovación.
En un mundo superfluo, sólo cabrían en aquel discurso los
aplausos y la celebración de las conciencias redimidas. No obstante, en mi mundo rebelde, poco a poco se fue revelando un
viejo paradigma conocido y desgastado, pero no por ello menos feroz. Como un león que acecha detrás de la escena
en que descansa su presa, así fue apareciendo ese discurso devastador,
intentando burlar el filtro humanista de la crítica pensante. Aquel séquito de mentes brillantes había
intencionalmente omitido el “para qué” de la inclusión que estaba sobre la mesa.
Mientras ésta se presentaba como la panacea de moda frente a los grandes problemas de
la vida, de ninguna manera valía en aquel momento preguntar la motivación de
aquella solución.
Incluir, sí… integrar, recibir en el seno de un estado de
cosas, a aquellos que habrían sido marginados.
La diversidad, por siglos combatida y acallada, ahora aparecía en una imperante
necesidad de ser utilizada para el buen funcionamiento de algo que ya no
funciona. Aquel discurso hablaba de la
inclusión de jóvenes excluidos, de migrantes y refugiados, de otros con
capacidades dispares o fuera de la norma, y de todos aquellos cuyas existencias
fueron de alguna manera puestas en contradicción ontológica con el Ser de letra
mayúscula. Pero la inclusión anfitriona en aquellas reflexiones llamaba a ser
parte de una existencia cuya esencia es fundamentalmente desigual. Incluir al
excluido en el engranaje de la misma máquina que lo excluye. ¡Sí, esa era la
premisa de fondo! Una especie de "nostalgia imperialista" como decía Rosaldo... Al final aparecía ya sin ambages el contenido claro de aquel
discurso: incluir al esclavo para que siga siendo esclavo...
Aquella inclusión instrumentalizada sería precisamente la
mayor explotación de esas diversidades. ¡Incluir para explotar! ¡Integrar para
desechar! Como aquel desdichado que es obligado a punta de cañón a cavar su propia tumba, así también se revelaba un estado del Ser que llamaba al Otro a
integrarse al Ser para poder ser desechado.
Por supuesto, no fue así como se enunció en aquella mesa… De ninguna
manera. En aquel discurso se hablaba de incluir para incrementar los beneficios
económicos, el crecimiento y el desarrollo. Sí, usar la diversidad para aumentar la ganancia... ¡Tal como se escucha! Y el discurso en aquella sala aparecía blindado ante la crítica. Ningún cuestionamiento sería válido,
pues todos sabemos que ya está pasada de moda (y de época) la noción de explotación
obrera, o la de clase social y pobreza. Hoy tendríamos que cambiar el adjetivo “obrero” para empezar a pensar
en “explotación inclusiva” o “explotación diversa”. ¡Otra vez el mundo al revés!
Y cuando al final ya no pude contener mi rebeldía (o incluso
mi locura), lancé un feroz ataque de nubes de colores. Hablé de felicidad y del sentido de la vida, del arte y el derecho a la alegría, de la dignidad humana. Hablé de los valores sublimes
del ser y de su irreconciliable antagonismo con aquellas fórmulas de inclusión
basadas en la acumulación y la devastación.
Mientras tanto, el letrado me veía con ojos de desdén y me condenaba a
la irrelevancia. ¡Tenemos que bajar de
la nube! …dijo finalmente el policía bueno. Está bien hablar de conceptos sublimes,
pero en el mundo real hay que hacer dinero.
Está bien la dignidad humana, pero si no impacta en el producto per cápita
y en el otro producto un poco más bruto, entonces sólo son fantasías en las nubes… Pero
yo seguí hablando del amor, y nunca bajé de la nube.
Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no quepo (y nunca
he cabido) en el mundo real, en aquel que se autonombra verdadero. En ese mundo pragmático e instrumentalizado,
en donde cada quien tiene su espacio en la jerarquía y debe saber cuándo
agachar la cabeza y cuándo levantar la voz ante el más débil. No… nunca supe hacer eso. Yo creo en la
dignidad humana. Creo en el valor de uso más que en el de cambio, y en el valor
intrínseco más que en el de uso. Creo en la lealtad y en la verdad, pero sobre
todo, creo en el amor… Mientras otros
hablan desde púlpitos de aristocracia, a mí me hace temblar la noción misma de que alguien pueda valer más, o menos, por su raza o género, por su clase o por su edad. El valor humano no se mide con credenciales, sino
en esencias. El valor de la vida no se mide
tampoco en discursos impecables o en razonamientos lúcidos e informados. En mi mundo lo que vale es una mirada y una
sonrisa verdadera, aquellas que emanan desde el fondo de la belleza del corazón
humano, así con todas sus impurezas e imperfecciones. Ingenuo, puede ser… pero
me rehuso vehementemente a dejar de creer en la equidistancia que existe entre todas las formas de existencia. Me rehuso a dejar de creer intensamente en el amor. "Muero como viví" cantaba Silvio. Así también, yo muero en mi
cárcel de idealismo y de esperanza. Y no estoy dispuesto a bajar de la nube,
a dejar de combatir al mago Frestón, como lo hizo el Caballero de la Triste
Figura… hasta su último aliento. No
podría dejar mi idealismo, porque el día en que deje de creer en el amor, en la verdad y en la justicia… ese día
habré sido fatídicamente derrotado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario