De pronto un desdichado cae al suelo por tropiezo, o quizá
porque alguien lo empujó con dolo, o simplemente por cansancio. Eso nunca nadie
lo sabrá… y francamente no interesa. Los más voltean
indiferentes, aunque en aquella indolencia se oyen burlas y condenas de
patéticas consciencias asustadas. Sombras sin rostro hacen eco de las injurias,
creyendo que con ello salvarán su propio pellejo. Antes de caer, el infortunado habría dado su mano a un alma acongojada, pero esta lo ve en el piso y no duda en patearlo para seguir adelante. Insignificante y obnubilada, sonríe
creyendo que limpió el camino. Reanuda entonces su marcha mientras estira su mano para tocar un pecho descubierto entre la multitud de otras manos que gozan de la orgía de sangre.
Junto al infortunado que yace en el piso ya con poca esperanza, unos cuantos valientes se detienen un segundo a mostrar su
bienintencionada compasión. Enuncian palabras de ánimo fugaz, sinceras pero con
miedo. Y reanudan agitadamente la marcha antes de que los embista el toro.
Tienen que hacerlo. No hay opción. En menos de diez segundos, todos siguen
corriendo hacia adelante. Nadie pone su propio cuerpo para salvar al doliente. La bestia de San Fermín alcanza al caído que no tiene más opción que acurrucarse en posición
fetal y esperar sobrevivir la embestida o morir. No es el primero, ni será el
último.
En poco rato nadie se acuerda de aquel cuyo cuerpo quedó
tirado a mitad del camino. Todo sigue su curso. Las manos de los héroes de la fiesta de Pamplona siguen buscando pieles desnudas que lacerar entre vítores y carcajadas, mientras por detrás, el rastro se va borrando. La calle desierta, después de la estampida, se vacía de multitudes y sólo quedan los cuerpos desechados esparcidos por el piso. Unos fueron de vanguardia y otros de
retaguardia... no importa ya. Pamplona se ahoga en su tragicómica crueldad.
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